En un principio la colección era un instrumento pedagógico destinado a la enseñanza. Las obras de los profesores y los cuadros del pasado servían de modelo y ejemplo para los alumnos.
Los consiliarios, en 1774, opinaban que los profesores de la Academia no eran «capaces de formar escuela ni de ponerse al público como originales» y que había que retirar sus obras de las salas. Hay que reconocer que sus pinturas no podían parangonarse a las de los artistas españoles del siglo XVII, elogiadas por los entendidos del siglo XVIII. La Academia, que quería dar «buena leche de enseñanza» a los discípulos por medio de las obras de Rafael, Miguel Ángel y otros pintores italianos copiadas por los pensionados en Roma, solicitó a Carlos III que le proporcionase las pinturas necesarias para la enseñanza a la vez que servirían para dar lustre al nuevo edificio de la calle de Alcalá, «nuevo monumento de la magnificencia del Rey y un insigne ornamento de la Corte». Para ello solicitaron las obras que se habían enajenado a la Compañía de Jesús, expulsada de España en 1769.
Cedidas las obras de los jesuitas, el monarca enriqueció la colección de la Academia con otras obras procedentes de sus palacios. Importante para el futuro de los museos españoles fue el mandato que Carlos III, movido por un prurito moral, dio a Mengs para que seleccionase los lienzos que, con desnudos licenciosos, se encontraban en sus distintas residencias. La orden era la de quemar esas pinturas consideradas indecentes. Mengs, con el pretexto de que tenían valor pedagógico para el estudio de la pintura, salvó de la quema obras maestras de Durero, Tiziano, Rubens, Veronés y otros grandes pintores. Ocultadas hasta 1792, fueron trasladadas a una habitación secreta o «Gabinete reservado», al cual muy pocos tenían acceso.
En 1815 la Academia, además de algunas pinturas procedentes del Escorial, se enriqueció con la excepcional colección de Godoy, el Príncipe de la Paz. En ella se encontraban las dos Majas, que estuvieron en la Academia hasta el año 1901, año en que pasaron al Museo del Prado. Aparte de las obras procedentes de la desamortización eclesiástica hay que tener en cuenta las donaciones hechas a lo largo del siglo XIX por benefactores particulares.
En 1824 don Fernando Queipo de Llano depositó el retrato de su esposa, la marquesa de Llano, por Mengs. Además del retrato ecuestre de Fernando VII, encargado por la corporación a Goya, tanto Juan de Villanueva como Moratín legaron en sus testamentos los retratos hechos por el genial pintor aragonés. En 1929, el hijo de Goya donó el autorretrato de su padre, pintado en 1815, y el afrancesado García de la Prada, amigo de Moratín y de Goya, regaló, en 1836, cinco magníficas obras: El entierro de la sardina, Procesión de disciplinantes, Escena de Inquisición, Casa de locos y Corrida de toros en un pueblo.
El autorretrato de Goya ante el caballete se compró en el siglo XX gracias al generoso legado de don Fernando Guitarte, cuya herencia aportó a la Academia no sólo muebles y objetos de artes decorativas sino también cuadros tan interesantes como el romántico retrato de la hija de Esquivel. Entre las obras adquiridas con los caudales dejados por Guitarte, hay que señalar las del Greco, Zurbarán, Picasso, Juan Gris, Julio González y de otros artistas que completan el magnífico fondo artístico del Museo.
Antonio Bonet Correa
Director Honorario
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